LA LLAVE EN LA PUERTA
Se fue hace aproximadamente tres semanas. Tuvimos discusiones acerca de si lo más conveniente era marcharse de nuevo o quedarse definitivamente conmigo. Con algunas señales vistas y presentidas, tuve la certeza de que volvería en algún momento.
Para mí, lo confieso, él es una necesidad tan vital como las funciones básicas de mi cuerpo. Sin él no tengo capacidad suficiente de movimientos, no puedo pensar y me es difícil coordinar aun los reflejos más insignificantes.
Desde la mañana no hice más que mirar insistente la puerta. Sin darme cuenta estaba otra vez parado frente de la ventana que daba al amplio parque, al otro lado de la calle. Esperaba verlo sentado en algún banco o caminando con las manos en los bolsillos, mirando hacia la casa. Temo por él, tan frágil como es.
La última vez que se marchó fue hace dos años. Recuerdo que hacía un calor pegajoso y envolvente con sus treinta y tantos grados. Aquello era muy extraño para esos días de primavera. Dijo que no soportaba más vivir en tales condiciones y le era imposible concentrarse en alguna actividad. En ese tiempo, creo, estaba leyendo un libro de Dostoiesvki; no recuerdo ahora el título, pero estará en algún anaquel de la biblioteca.
Se quejaba de las tibias sábanas y del agua que nunca estaba fría a la hora del baño. En fin, le molestaba hasta las cosas más triviales. Por mi parte hice todo lo que estaba a mi alcance, incluso le había propuesto mudarnos a un piso más confortable.
Una noche, mientras dormía, en sueño vi que él se despojaba de mí como otras veces. Quedé vacío, sin sentido, como un amasijo de carne y huesos, con las articulaciones doloridas. Sentí una explosión violenta en mi interior y caí tendido en el cuarto en sombras que se diluían de a poco.
Tras un cierto tiempo, ya finalizado el verano, volvió, casi tímidamente. No lo esperaba ese año. Golpeó la puerta y sonó como un susurro. Era más de medianoche y, extrañado, fui a abrir; él estaba ahí, en el umbral, con la mirada gris. Creo que de cansancio o de vergüenza. Lo abracé con alegría, aunque parecía un tronco viejo, rugoso y desvalido. Nos integramos casi inmediatamente tras los primeros saludos. Pura fórmula, faltos de toda amabilidad en la tensión del regreso.
En aquella oportunidad, tuve algunos indicios, como los de ayer, que no fueron del todo claros. Recién al compararlos pude estar seguro de su regreso.
Esa noche dormimos como si nada hubiera pasado. Es decir: él durmió, si bien hablaba en sueño, decía cosas incoherentes; nombraba lugares extraños y a veces temblaba un poco. Yo sentía una leve excitación, y el temor me asaltaba más y más.
Por la mañana, ya repuesto del cansancio con un buen desayuno, nos sentamos en la sala. Observé que no había cambiado tanto, como fue mi primera impresión. Debo advertir que tenemos el mismo nombre, los mismos gestos y calzamos los mismos zapatos. Tal vez la pequeña diferencia consiste en que él siempre fue inquieto, inconforme con nuestras cotidianas costumbres. Quizás esto provenga de mi madre, que para liberarse de la atadura de mi padre, prefirió la muerte. Un largo viaje.
Se mantuvo todo el tiempo tranquilo, casi sonriente; miraba por todos lados, como descubriendo de nuevo lo que ahí había. Fijó sus ojos un momento en el retrato de nuestro abuelo, luego en el rostro impasible de nuestra madre, que acariciaba un gato siamés. No dejó de palpar con sus dedos ni un momento los pliegues grises de un elefante de porcelana, que era réplica vulgar de alguna misteriosa dinastía oriental.
Por fin reuní fuerzas y le pregunté qué había hecho con su vida transparente en todo ese tiempo. Pareció no escuchar la pregunta, pero fue poniéndose serio gradualmente.
(Después de tanto tiempo es natural que haya olvidado algo de todo lo que dijo aquella mañana. Esto es parcialmente lo que pude sacar de mi memoria frente a mi vieja Remington.)
``Hice un largo viaje, dijo, que ni puedes imaginar. Recorrí todos los tiempos, todos los continentes, viviendo intensamente cada minuto. Crucé el Atlántico mucho antes que las expediciones. Viajé en un antiguo y extraño barco, y tras casi un mes de porfía, llegué a una agreste bahía de piedra y arena salada. Desde ahí fui adentrándome a pie por un sendero de guijarros hasta un acantilado. El murmullo de mar me llegaba claro desde las rompientes a intervalos regulares y precisos.
Allí conocí a Ulises; él estaba atado al mástil de su barco. Volvía de Troya con sus guerreros todavía sangrantes. Mi voz se transmitió nítidamente sobre las olas y le dije que Penélope aún lo esperaba, a pesar del tiempo y los príncipes que la acosaban en Itaca. También le advertí sobre lo tortuoso que sería el regreso.
Crucé los Pirineos y fui transitando la península itálica hacia Roma. Ahí escuché a Séneca aconsejando al que más tarde quemaría la ciudad al son de su lira. Luego navegué al noreste, al Asia menor, y en el Ponto conocí a Mitridates VI bebiendo sus venenos para morir finalmente en mano de su esclavo, ante el acoso de los romanos.
Después de vagar por Grecia y Palestina, fui a Francia. Eran años iniciales del siglo doce. Con Marcel y Jacques de Clermont conversamos acerca de las leyes del equilibrio estático, aplicadas en las inmensas catedrales de Paris, Reims y Amiens. Con Fulcanelli estudié los símbolos y enigmas ocultos, y fuimos en busca de la piedra filosofal en varios experimentos.
En Florencia conocí a Leonardo Da Vinci y a Miguel Angel, que por ese tiempo esculpía La Aurora. Con Da Vinci trabajamos en las teorías sobre las leyes de la hidráulica, la velocidad del viento y en la exactitud de los cálculos para la construcción de los engranajes. En uno de esos largos y fructíferos días que tuve con el maestro, le hablé del avión, del submarino y del helicóptero. Tomó muchas notas ante un espejo e hizo varios bocetos sobre tales descripciones. Aún tengo las costillas doloridas de intentar el vuelo con alas articuladas de madera y lienzo.
En Ravena vi a Dante, que iba camino al infierno, componiendo en el crepúsculo la grandiosidad de su obra, y no quise interrumpirlo. Ya en España, me asocié a algunos navegantes marranos que huían de la Santa Inquisición y vine a la gran aventura de ir hacia las Indias y llegar a América.
Ya en el continente, vine al sur, hasta encontrar el estuario del que sería Río de la Plata, y lo remonté penosamente hacia el Paraguay, con muy poco viento a favor. Después de muchos avatares, en Asunción inició su gobierno el dictador Francia; hombre parco y de muy poco hablar. En una de las audiencias que me concedió, discutimos sobre el encierro del país, y decía que no estaba de acuerdo con que Paraguay fuera provincia de Buenos Aires, y la sola mención de la idea lo encolerizaba.
Durante toda una fresca tarde nos sentamos en la amplia galería de la Casa de Gobierno. El vestía su acostumbrado blusón blanco y ajustada polaina, que golpeaba constantemente con una fusta de cuero trenzado. Charlamos sobre la Teoría Heliocéntrica de Copérnico, y me mostró el libro del sabio, "De Revolutionibus Orbium Coelistium", que gustaba leer directamente del latín. De Galileo Galilei hablamos cuando me enseñó su telescopio reflector, un verdadero tesoro, que guardaba cuidadosamente en una caja de madera preciosa y revestida de paño carmesí, pues era aficionado a la astronomía y pasaba largas horas insomne en la noche, observando el cielo. Me explicó el isocronismo del péndulo y probamos la ley de la gravedad. Tradujo con palabras seguras In Nunzio Sidereo, de Galileo. También hojeamos la pesada Biblia, que dijo que estaba encuadernada con piel humana y que la había hecho traer de Inglaterra, por intermedio de Rengger. La Rueda de Ezequiel era un enigma insondable para el Dictador, que nunca pudo concebir a Dios, como el profeta lo explicaba a través de la visión que tuvo de El.
El Apocalipsis de Juan era otro pasaje que lo intrigaba y decía obsesivamente que estábamos rodeados por los Angeles de la destrucción, que estaban en cada punto cardinal. Temía por el daño que pudieran hacerle a su pueblo, y por ello el enclaustramiento del país.
Fui pasando posteriormente de guerra en guerra y de revolución en revolución. Tantas muertes, miserias, luego las calles asfaltadas, venenos, torres altas de cemento y piedra, sucios charcos y el aroma antiguo de la ciudad...", dijo y se levantó bruscamente y fue resueltamente hacia la puerta.
-Bien, más tarde te contaré otras historias con mayor tiempo. Ahora debo retomar mis estudios. ¿Estás de acuerdo?, dijo tranquilamente, mientras yo asentía. Me quedé un rato más sentado, pero nunca más me habló de esos viajes.
Pero estoy de nuevo aquí en la insoportable espera, de noches insomnes, días de lluvia, humedad pastosa y soles calcinantes. Mientras tanto, mi expectativa crecía con las horas.
Ya era media tarde y miraba insistentemente la puerta. Pensé que llegaría pasada la medianoche, como la vez anterior. Fui a la ventana una vez más, miré el cielo que estaba claro, aunque algunas nubes parecían amenazar desde el poniente, y había una leve brisa entre los árboles de la plaza.
La tensión iba creciendo en mi interior, estaba con la boca seca y al borde del colapso. Fui de nuevo al baño y revolví el botiquín en busca de mis píldoras. Tomé una con abundante agua desde la canilla, pues mi salud ha desmejorado bastante en los últimos tiempos, y el médico me ha mandado tomar vitaminas y calmantes, prohibiéndome alcohol y condimentos fuertes. Es el corazón, estoy seguro, aunque se resista a decírmelo el doctor. Es cuestión de herencia, creo.
Ya eran casi las seis. ¡Al fin!, dije,casi gritando, y suspiré hondo al sentir que mi pulso se aceleraba. Miré el picaporte que giraba casi imperceptiblemente. Me acerqué a la puerta, procurando alejar de mí la impresión y la emoción del momento. El picaporte llegó suavemente a la curva máxima sobre su eje, y sabía que estaba ahí. La hoja de madera comenzaba a moverse e incluso podía escuchar su respiración entrecortada.
Miré el picaporte y la llave estaba puesta hacia adentro. La puerta rebatida se acercaba a mí inexorablemente, y ya percibía su característico aroma en el resquicio.
De improviso, como empujado por algo, salté sobre la madera, la empujé con el cuerpo y la hoja chirrió bajo mi peso en un profundo quejido. Instintivamente busqué la llave y la giré dos vueltas.
Cuando la taquicardia fue cediendo y tuve conciencia de mis actos, cuando la angustia fue reemplazada por una infinita tranquilidad, me fui a la ventana y lo vi caminar hasta desaparecer en la esquina.
En el cielo había evidencia de lluvia, y me sentí en paz conmigo mismo desde entonces.
***
NOCHE DE PESCA
En Varadero el agua estaba picada y hacía fresco. Había un viento norte pesado que cruzaba sobre mis hombros.
Estaba pescando desde la popa de una vieja barcaza en desuso; había poco pique y el aburrimiento estaba haciendo presa de mí con sus enormes fauces. Hacía horas que estaba sentado intentando pasar el tiempo lo mejor que podía, y tenía en el agua, atada a un largo cordel una media docena de bagres y unos armaditos que había capturado.
De vez en cuando un mbiguá pasaba raudo o se zambullía a unos metros de mi línea, y al rato salía con una desesperada presa en su pico; la engullía y a seguir pescando desde el aire. Las horas parecían arrastarse en la lenta corriente que seguía bajando imperturbable, trasportando camalotes, botellas, o cualquier cosa que pudiera flotar.
Desde mi lugar percibía los movimientos de otros pescadores en las sonoras planchadas de metal de los barcos vecinos. Se oían voces, algunas bromas o un agudo silbido, mientras yo seguía tirando y recogiendo mi liñada, o reponiendo envejecidas carnadas, cambiando de vez en cuando el anzuelo; culpándolo de mi poca suerte. Me conformaba pensando en el viejo dicho de los pescadores, ``todavía no es la hora''. Renovaba mi paciencia con unos sorbos de tereré, y seguía sentado al sol, que iba declinando de a poco.
Levanté mi pobre sarta de pescaditos y, para colmo de males, lo encontré disminuido, pues alguna piraña se había sebado en dos de ellos. Había rastro de feroces dentelladas en los vientres de ambos. Limpié pacientemente lo que quedaba de los bagres y los coloqué en una bolsa de hule.
Con la luz de la linterna junté mis cosas, pues el sol se había puesto, las voces cercanas habían callado y solamente se escuchaba el ruido metálico de los barcos, al mecerse en la noche. La oscuridad era total y me disponía a retornar a mi casa con poca suerte, pero con un espléndido tiempo en soledad. Había reflexionando cosas que me preocupaban, ordenado otras, y dejado algunas para irlas resolviendo en la semana.
Busqué a tientas el tablón que era el puente hasta la barcaza más cercana a la playa; desde ahí en un salto estaría en tierra. Pero, extrañamente, no veía ninguna luz a mi alrededor, no había el titilar de la candela prendida en las casuchas de la ribera, ni se escuchaba el griterío de los niños jugando en la playa. Sabía de memoria dónde estaba el puente y lo buscaba como a los chirriantes barcos surtos en la playa, y nada. "Esto no puede ser. Es una broma de alguien", pensé. Pero era absurdo creer que persona alguna haya retirado las toneladas de hierro flotantes y medio varadas en el fango. Recorrí varias veces la borda, tropecé con maderas y hierro viejos, maldiciendo lo que me estaba ocurriendo.
Mi codo sangraba. O sea, esto no era un sueño, y me sentí furioso e impotente a la vez. Qué podía hacer en esas condiciones. No podía arriesgar mi vida lanzándome al agua; primero por temor a acalambrarme, pues hacía tiempo que no nadaba y además no veía la costa más cercana.
De vez en cuando tenía la sensación de que la barcaza se movía, que iba a algún lado con movimientos leves. Me senté anonadado y estupefacto sobre lo que parecía un cajón viejo de madera. No podía entender lo que me estaba pasando...
Yo tenía tantos planes para esa noche, y en esas condiciones no me quedaba otra cosa que esperar el amanecer. Consulté mi reloj y eran las ocho. Miré el cielo por enésima vez y confirmé que no había luna, ni las estrellas titilaban a lo lejos. Había, sí, una profunda oscuridad en torno a mí y una sensación de desasosiego me envolvía con el correr de las horas.
No podía dormir, pues cuando lo intentaba, sentía un sofocón y despertaba sobresaltado. Seguramente ya era más de medianoche cuando sentí que estaba recostado en la dura pared del desvencijado cuartito que alguna vez fue un camarote. No tenía colchón ni cobija, y por supuesto que era mucho lujo pretenderlo.
De vez en cuando escuchaba que alguien se acercaba, entonces gritaba para llamar la atención de esos hombres, y las voces irremediablemente se iban diluyendo. ¿Serán pescadores que vienen de revisar sus espineles o están buscando otra canchada para pescar?, me preguntaba, y nuevamente el silencio me envolvía, y mi impotencia se iba acrecentando. Me sentía entumecido por el frío y tenía miedo por lo que me estaba ocurriendo impensadamente.
Según mi cálculo, faltaba mucho para que amanezca, tenía aún alguna carnada, y lo mejor sería hacer pasar el tiempo.
Preparé el cordel y lo lancé al agua con nueva carnada, pero me pareció que la plomada no había contactado con el líquido, y soltaba hilo hasta dar todo lo que había en el carretel. No sentía ni que se meciera ni tocara fondo.
Experimenté de nuevo la sensación de ahogo; fue como un súbito ataque de asma. Me faltaba el aire y tenía entumecidas las extremidades. De mi garganta no salía palabra alguna y era como roncos carraspeos, o como si estuviera haciendo gárgara.
Tenía punzadas en todo el cuerpo; ¿será por la postura incómoda del camastro?; y lo sentía en los costados y a lo largo de la espina dorsal. Me dolía terriblemente la cabeza y recordé el analgésico que siempre tenía, pero me sentía incapaz de ir por él. Se me secaba la garganta, la boca se me endurecía, y la respiración se me iba haciendo difícil y entrecortada.
Escuchaba que hablaban muy cerca y era como si pasaran a mi lado, y quise creer que ya estaba amaneciendo. Con la alegría súbita que sentí, moví mis manos y palpé la aspereza de las escamas que volaron por los aires. Di unos palmoteos desesperados que habrán sido sin mucha gracia.
Una vez más las voces sonaron cerca y pude reconocer algunas palabras en mi delirio...
-¡Miren esto, muchachos! Alguien olvidó sus elementos de pesca anoche.
-Acá hay una bolsa con pescados y una liñada en el agua. La voy a revisar...Y parece que pescó algo o está trancada en algún raigón.
Sentía que revisaban palmo a palmo la barcaza.
-Seguramente el hombre cayó al agua y por eso están todas sus cosas aquí...
De repente vi que un deslustrado zapato se acercaba con violencia a mi cara.
-Miren esto muchachos, un pescado tan raro y feo. Lo voy a tirar al agua, porque ya huele mal y está endurecido, que parece un cartón viejo.
***
MITA'I BANDIDO
Eso me lo vienen repitiendo desde muy chico. Mita'i bandido, venga acá, Mita'i bandido vuele de aquí. Cuando llegaba tarde de la escuela, -a la que llegue tarde o me retracé mucho-, mi madre me decía: mita'i bandido, seguramente ya te fuiste otra vez al bañado a bandidear con tus compinches y seguidamente me desollaba a cintarazos. Mi padre nunca se ocupó de mí, pues el muy bandido, cuando reunió la fuerza necesaria se marchó quién sabe adónde.
Esa tarde de domingo tenía que jugar Cerro-Olimpia en el estadio. Salí temprano de casa para encontrarme con Canuto, Pele'i y Liduvina. Ella tenía que vender naranja con su mamá en la gradería populares y nosotros nos dedicábamos a cuidar y lavar coches en las inmediaciones. Cuando terminaba el partido hacíamos nuestro otro trabajo. Corríamos de un lado a otro para cobrar las propinas. Algunos nos daban unas cuantas monedas moneda, otros nada o nos retaban; pero ya llegaría el momento del desquite. Si encontrábamos el mismo vehículo el otro domingo, le doblábamos la antena, le desinflábamos la rueda o le rompíamos un faro. Eso era lo mínimo que les hacíamos.
Por la noche nos íbamos a jugar billar en el bar de Apolonio. La primera en llegar siempre era Liduvina, traía pantalón ajustado, blusa cortita, con su infaltable monedero en la mano. Con sus escasos catorce años, era muy buena jugadora y se hacía respetar. Fue una noche fresca en que le rompió la cara con el taco a Francisco Quintana, el embarcadizo, cuando le tocó el trasero, como al descuido, sin su consentimiento.
Estos mita'i bandido decían de nosotros, cuando andábamos por las calles tirando tachos de basura, pateando perros o robando que comer en algún almacén. Eramos traviesos y juguetones, a veces peligrosos, como cuando nos peleábamos con otros muchachos de otras barras del barrio. Pero perdimos toda inocencia aquella noche en que Pele'i consiguió dinero, mucho más de lo que estábamos acostumbrados a ver. Pensamos que le había robado a su papá, pero no dijimos absolutamente nada. Fuimos ``billar hápe'' y a tomar cerveza. Pasamos a buscar a Liduvina. Ella le mintió a su mamá y cuando salía de su casa corriendo, su madre le gritó ``mita cuña'i bandida, vas a ver cuando vuelvas''.
Fuimos abrazados y canturreando los cuatro; pues a Canuto lo encontramos saliendo del pasillo de la villa donde vivía. Hacía un poco de fresco y llevábamos nuestras tricotas o camisas encimadas, pero íbamos descalzos, salvo Liduvina que tenía zapatilla.
Llegamos a la esquina de veinticinco y cuarta, entramos al bar y nos recostamos en el mostrador. Pedimos un ``ñoño'', que era la botella gorda de cerveza de un litro y cuatro vasos. Entre risas y conversaciones fuimos tomando la bebida. Mirábamos la mesa de billar que nos estaba esperando, pero no había contrario. Ya no daba gusto jugar entre nosotros, pues dominábamos la mesa y no nos ganábamos fácilmente.
Pedimos la tercera botella, que ya tomamos a pequeños sorbos, pues el líquido se calentaba y lo teníamos hasta el cuello. Comimos unas rebanadas de mortadela con galleta seca. Canuto pidió el único ``vaca'i'' que había en el estante y lo descargó en un plato. La carne conservada tenia algunas pintitas de grasa.
No vimos entrar al hombre que se acodó muy cerca de nosotros y pidió una caña Tres Leones. Lo tomó de a poco y al cabo de un rato pidió otra, mientras nos miraba detenidamente.
``Ustedes, mita'i bandido partida, cómo van a tomar cerveza en público. Son masiado jóvenes y tienen que irse a dormir o qué''
Pele'i lo miró desde el otro extremo y le dijo: Es que tenemos con qué pagar nuestra cerveza...( y mostró el rollo de billetes). Y al final, qué le importa lo que hacemo nosotros con nuestra plata, le dijo desafiante.
-¡Haa!, ¿con que son gallito, he?. A ver si me aguantan unos juegos de billar a plata entonces.
Nos miramos sorprendidos y reímos, pues en esa mesa no nos iba a ganar ni Satanás. Conocíamos centímetro a centímetro el gastado paño con sus caídas. Podíamos hacer carambolas seguidas con los ojos cerrados.
Pele'i le ganó el primer partido legalmente. El hombre insistía en que no le hagamos trampas, porque o si no, nos iría muy mal. Canuto y Liduvina me advirtieron que estaba armado, pues se le veía claramente el bulto en la cintura cuando se agachaba para taquear. Seguía tomando su caña y cada vez se iba poniendo más borracho, charlatán y pesado. Me tocó de nuevo jugar con él y comencé yo, mientras Canuto intentaba cobrarle la partida anterior. Ya le ganamos bastante y acordamos que ese iba a ser el último juego de la noche. Por nada del mundo quería dejar el juego, pues quería recuperar parte de lo que perdió. Incluso nos amenazó, tocándose la cintura. Apolonio, el dueño del bar al advertir lo que estaba por ocurrir anunció que ya estaba cerrando el bar.
Ya en la calle le seguimos porfiando el pago de las partidas perdidas y en un momento el hombre sacó su revólver. Liduvina y Canuto que ya se habían deslizado en la oscuridad, de una certera pedrada dejaron despachado al viejo que cayó al suelo cuan grande era.
Canuto tomó el revolver que estaba tirado en el suelo y lo guardó. Pele’i le sacó todo el dinero del bolsillo y corrimos a todo lo que daba nuestras piernas. Llegamos en la esquina del Estadio de los Defensores, y ahí pudimos ver bien el arma: era pesado y de brillante acero con las seis balas cargadas. Este es calibre 38 dijo Canuto, yo conozco de arma y este se queda para mí. Pele’í le sacó de un manotazo y dijo que el guardaría hasta el otro día para venderlo a don Baltasar, el almacenero tacaño del barrio que siempre nos compraba algunas cosas "que nos sobraban por ahí''.
Por la mañana hicimos el negocio con el viejo, quien nos dio cinco billetes de mil, unos manotazos de caramelo y nos echó del negocio. Yo propuse ir a un bar céntrico y Liduvina quizo que tomáramos un taxi para llegar más rápido. El taxita nos preguntó si teníamos plata y Pele'i le mostró el rollo de a mil. El muy sinvergüenza con un golpe maestro de mano le despojó del dinero y sacó un filoso puñal y nos obligó a bajar del auto.
- Mita'i bandido, carajo, quien sabe de donde robaron este dinero y me quieren comprometer a mí. - Dijo y aceleró el auto que ya no conseguimos romperle ni el vidrio trasero.
Yo me peleé con Canuto porque directamente a Pele'i, por el robo de nuestro dinero.
- Vamos a recuperar nuestro revólver, dijo Canuto y nos entusiasmó la idea. Cuando entramos de nuevo al almacén, don Baltazar estaba de espalda, arreglando su estantería. Nos vio y directamente nos echó, no me vuelvan por aquí, les dije hoy. No les voy a dar más dinero, si es eso lo que quieren.
Canuto y yo le caímos encima, mientras Pele’í y Liduvina buscaban bajo el mostrador. El viejo pataleaba en el suelo oponiendo feroz resistencia. Buscá en el cajón, le grité a Lidu, Pele’í buscó entre los diarios viejos y una caja de cartón, por fin gritó, acá está y traspusimos el mostrador de un salto. Don Baltazar tomó una pesa para tirarle a Liduvina y Pele’í le metió un balazo. El viejo pegó un alarido y abrió mucho los ojos al recibir el impacto y cayó pesadamente.
Salimos corriendo y no paramos hasta llegar al puerto. Pele’í fue a comprar empanadas en un copetín con el poco dinero que tenía. Mientras tanto, Canuto fue a un supermercado a comprar cervecita en lata y gaseosa. Fuimos a la Plaza Gaspar Rodríguez de Francia a comer y beber, casi ocultos entre unos matorrales. Esa noche la pasamos ahí, pues nadie quería volver a su casa, no sin antes gastar toda la plata de don Baltazar. Dormimos apretujados para darnos calor en el lugar más oscuro de la plaza. Liduvina se puso en el medio, pero enseguida durmió por el cansancio. Yo le puse un brazo bajo el cuello y acaricié sus pequeños senos bajo la blusa, y el otro brazo puse sobre su cintura y la apreté contra mí sintiendo sus duras nalgas en mi pelvis.
Nos despertamos muy temprano, y los diarios que usamos como cobertor estaban mojados por el roció. Nos desperezamos y decidimos ir al mercado para desayunar. Preferimos viajar en colectivo y subimos por puerta trasera para no pagar el pasaje y nos sentamos en el fondo. El chofer nos miró enojado por el espejo cuando subimos ruidosamente, pero no nos hizo caso hasta que el colectivo estuvo casi vació. Entonces detuvo la marcha y vino hacia nosotros. Le dijimos que íbamos hasta el mercado nomás a trabajar y que no teníamos dinero. El insistió en bajarnos y pateó la pierna de Pele'i. a mí me pegó muy fuerte por la cabeza , ``mita'i bandido que andan, bájense antes que llame a la policía''. Canuto nos miró, tomó el bulto de las manos de Pele'i, lo desenvolvió rápidamente y disparó, hubo inmediatamente un griterío mientras los pocos pasajeros se apresuraban a bajar, saltando hasta por la ventanilla. El chofer del asombro pasó al terror, que se reflejó en su rostro contrahecho.
Corrimos sin siquiera mirar atrás, pues debíamos sortear a la gente que hacía sus compras en el mercado. Pele'i de repente aceleró su marcha y desde atrás escuchamos que una mujer gritaba, ``ese mita'i bandido me robó mi cadenilla, atajen a ese caballo loco sinvergüenso''. Liduvina, Canuto y yo nos metimos por un atajo y nos encontramos dos cuadras abajo con Pele'i. Buscamos inmediatamente comprador de la prenda. El asunto era no guardar rastros mucho tiempo. Una usurera nos dio tres mil y algunas monedas. Tomó dos docenas de banana de un puesto y nos puso en una bolsa de papel.
-Vieja pijotera, le dije y ella sonrió mostrando la hilera de dientes de oro. Más tarde fuimos a la plaza, pero dimos un largo rodeo. No sea que nos esté siguiendo la policía por los kilombos que hicimos.
Mi mamá a estas horas debe estar peleándose con mi papá, que ya volvió del trabajo. Ella a veces me defendía, pese a todas las macanadas que hacía. Liduvina a veces corría de su mamá si le quería pegar y se iba a refugiar a la casa de su tía Atanasia por unos días. Ella, a quien llamaban también, "Satanasia", la iniciaría al año siguiente en la prostitución.
Eran casi las once de la noche y tuvimos que salir a la disparada de la plaza, porque Liduvina quiso probar el arma a toda costa y forcejeando con Canuto, se disparó el revolver y fue a atravesar el hombro del sereno de la casa de empeños de enfrente y a romper el vidrio de la ventana. El hombre armó tal escándalo que alarmó a toda la vecindad, y en especial al guardia del cuartel de la Marina que está al otro lado de la plaza.
Canuto y Pele'i prefirieron ir a enfrentar los cintarazos en su casa por esa noche, yo me propuse esperar que avance un poco la noche para observar desde lejos mi casa. Mejor iba a ser si todos estuvieran dormidos. A mi me tocó guardar el arma y tenía que entrar por el fondo y meterlo en una vieja cubierta que había cerca del gallinero.
A Liduvina la encontró su mamá en el callejón del barrio. Estaba ya medio loca de tanto buscarla esos días. La abofeteó en un arranque de ira al tiempo que la tomó del cabello. Mitacuña'i bandida, putaí que anda... Vas a ver lo que te espera en casa, callejera de mierda..., le gritaba mientras alguien desde una ventana trataba de callarlas.
Yo me quedé en el resquicio de una muralla para ver como la arrastraba su mamá gritándole todo tipo de insulto. Pude ver, sin embargo, que a Liduvina le brillaron los ojos, que no fueron precisamente por las lágrima y me dije casi en voz alta mientras iba a casa; ya van a ver ellos lo que les espera.