EL ANUNCIO
Iba caminando por la avenida Colón, rumbo a mi casa, dejando atrás por
ese día la oficina donde trabajaba. Noté que esa tarde llovió mucho, por los
ojos de agua que había en el asfalto, aún caliente. Me veía reflejado en los
grandes paños de vidrio, ahora vacíos de carteles, del cine Roma. Aún recuerdo
los calurosos matiné de domingo, lleno de gente, con memorables películas.
En los últimos tiempos, varios cines han cerrado sus puertas por la falta
de público. El quiosquero, fiel a su larga persistencia, seguía en su puesto,
con la casilla en la vereda, rebosante de revistas nuevas y usadas, cigarrillos
y golosinas.
Esta noche iba a mi casa por la vereda opuesta al cine y pude percibir el
murmullo decreciente del raudal en el cauce del arroyo Jaén. Esta era una vía
de agua poluida corriendo entre frondas espesas. De repente escuché algo que
fue como un corto lamento, luego un chillido que parecía sonar bajo el puente,
donde siempre hubo abundante yuyal. Por un momento pensé en asomarme y ver qué era;
tal vez una rata de las grandes y gordas que habitaban ahí, o un gatito entre
la maleza humedecida.
Decidí no hacer caso y seguir mi camino. Pero de nuevo escuché el sonido
y esta vez con más fuerza, como un ladrido. Sin dudas era una perrita abandonada
a su suerte por algún desalmado.
-¿Yo qué puedo hacer también con una perra?, me dije y la imaginé ya
grande, recorriendo las calles del barrio, con otros perros babeantes,
olisqueándola, sucia de barro, con rastros de evidentes mordidas y
ensañamientos.
Escuché nuevamente el ladrido. Esta vez muy cerca y sentí que algo rozaba
la bocamanga de mi pantalón. Lancé instintivamente un golpe de taco, como
buscando una pelota que no acerté. Entonces vi que el animalito estaba ahí, con
sus ojillos alegres y vivaces. La cola del cachorrito, muy blanco, parecía una
flexible antena, muy diferente a como lo imaginé en la zanja. No tenía el
aspecto de haber sido abandonado, sino de haberse escapado de alguien. Miré a
mí alrededor, si había alguna joven o una señora, buscando desesperada a su
perrito. ¡Pero, nada!
El perrito, que era un machito, me seguía calle arriba y casi lo pisé,
cuando esquivé el agua turbia, que lanzó hacia mí un colectivo. Él seguía
campante a mi lado, como un niño travieso con quien se juega siempre. En un
momento sentí ganas de sentarme en el umbral de una puerta a jugar con él.
Nunca tuve un perro, porque mi padre no lo permitió nunca, pese a varios intentos.
Siempre había un pretexto y el último fue porque vivíamos en una casa pequeña.
Iba por la empinada vereda de la avenida Colón, acompañado por los
irritados motores de ómnibus y coches que zumbaban. Unas cuadras después miré
atrás, con la esperanza de que el perrito haya encontrado algún lugar más
interesante donde ir, o que se haya quedado a jugar con alguien, pero no. Él seguía
impertérrito a mi sombra y todo hacía presumir que nada lo convencería de lo
contrario. ¡Fuera!, le grité zapateando. Mas pareció no entenderme. Lo intenté
de nuevo, con más fuerza. Miré a mí alrededor y vi que una señora, encuadrada
en una ventana, que se reía de mí. A esta altura, su presencia ya me irritaba.
Hice el intento de patearlo y emití un feroz gruñido. No sé cómo habrá
sonado, pero el perrito saltaba de contento.
A unas cuadras de mi casa ya me di por vencido. ¡Mierda!, dije, lo voy a
llevar conmigo. Pero le voy a encargar a Catalina Cáceres. Creo que ella lo va
a cuidar como al hijo que no tuvo, solterona como es. Ella estaba todo el día
en la casa trabajando de modista. La sobrina que crio, ya creció, tiene novio y
dice que está a punto de casarse. Creo que se va a poner contenta con el
perrito.
Catalina a veces se quejaba de lo ``tremenda que es su sobrina''. Decía
que hubiera preferido criar un perro antes de haber tomado esa responsabilidad.
Pero un rato después, le pasaba el enojo. Cristina era hija de su hermana, que
falleció en un viaje a la Argentina, cuando fue a buscar al padre de la niña.
-¡Sí, creo que Catalina es ideal para cuidar de Bicho!, pensé. ¡Miren, ya
le puse nombre y todo!
Iba a cruzar la avenida y me detuve en la esquina. Miré a mi alrededor,
pero Bicho no estaba. Volví unos pasos, silbé entre dientes, chasqueé mis dedos
y nada. Resignado seguí andando hacia mi casa. En la cuadra siguiente ya lo
había olvidado y fui tarareando una canción.
Saludé a los esposos Rodríguez y recordé que don Herminio me debía
todavía algún dinero. Vi en sus ojos un dejo de vergüenza y para no incomodarlo,
miré a la casa de Catalina. El cuidado jardín del frente era su debilidad. Si
el portón estaba cerrado o abierto, no lo recuerdo ahora. Pero lo que me
sorprendió, es que el perrito estaba ahí, mirándome con sus ojillos que
parecían brillar con intensidad en la penumbra. Se me erizaron los pelos de la
nuca al sentir un frío helado que me atravesaba. Al llegar a mi portón, miré de
nuevo atrás y vi que la casa de Catalina parecía brillar con una extraña luz.
Las paredes eran casi transparentes. Frente a la puerta, estaba alguien parado como una
mancha gris.
Cené sin prisa, vi televisión y dormí muy mal, recién pasada la
medianoche.
Cuando salía para ir a la oficina, había mucha gente frente a la casa de
Catalina. A la señora Rodríguez, la encontré en la media cuadra. Tenía los ojos
enrojecidos y me dijo entre sollozos: ``Esta mañana recién apareció Cristina,
después de varios días y encontró a su tía muerta en la cama. Catalina, estaba
vestida con ropa de salir, tal vez iba ir a buscar a esa chica''.
Habrá visto mi expresión de susto, porque me tomó del brazo con fuerza.
Ella siguió diciendo, ``lo primero que pensamos es que fue un ataque al
corazón. Pero revisando la casa, buscando otro motivo, encontramos unas raras
pisadas en la cama. Eran como de gato o tal vez algún perrito''.
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